Hablar de Adela Fernández no es cosa fácil,
en ella se encierran miles de anécdotas, una gran escritora, una niña con un
inmenso amor por su padre y una mujer con un extenso legado sobre sus hombros
pero con una sencillez que atrapa. En entrevista, la cuentista, poeta y actriz,
habló sobre su vida, su obra y la relación con su padre, Emilio “El Indio”
Fernández.
En esta primera entrega, Adela narra en sus
palabras quién es como mujer y como escritora, faceta que muchas veces se
pierde de vista.
LA MUJER
El misterio más grande del universo para mí
soy yo, qué pasa conmigo, por qué se me quedan algunas imágenes de la vida muy
grabadas, como la forma de una nube por ejemplo, pero otras no, se me olvidan ¿Por
qué comienzo a escribir una cosa y termino haciendo otra? ¿Qué es lo que
realmente me está doliendo? Escribo para conocerme y desde luego todavía no lo
hago, uno va conociendo fracciones, emociones, sentimientos.
Yo no terminé la prepa, reprobé toda la primaria
y en la secundaria me pasó mi maestra porque estaba haciendo su tesis sobre mis
problemas mentales. Llegué a sacar dos en matemáticas, en física y química
igual; yo reprobé siempre, pero me pasaban porque se corría el rumor de que el
“Indio” me iba a matar si no pasaba, y entre más me avanzaba menos entendía lo
que sucedía en la escuela.
Al teatro me metí por rebelde, porque mi
papá lo odiaba. Cuando salí de casa fui a hacer todo lo que le molestaba, pero
después me atrapó y estuve haciendo teatro cerca de 15 años. Había un crítico
de butaca 13 que decía: ‘En el teatro de Adela Fernández no hay género ni en
las cortinas’, así que se pueden dar una idea de lo que hacía; eran monólogos
aparentemente muy literarios pero yo los podía dirigir muy bien, otros no
sabían qué hacer con tanta palabrería, pero al final me fue atrapando la
literatura.
Yo hacía todo para que mi papá me admirara,
entonces cuando se murió dejé de escribir, de trabajar y me di cuenta que todo
lo que había hecho era para que mi papá me reconsiderara. Se fue y para mí se
me acabó mi propia vida, entonces me enfoqué en cuidarle su casa por todo el
amor que le tuvo, así pude con el dolor, pude sentir algo festivo en mi vida,
sentirme bien.
LA ESCRITORA
Quien me lee no puede creer que yo viva tan
feliz, que sea tan dinámica y bromista porque cuando escribo me gusta entrar en
la melancolía, vista como enfermedad. Me interesa mucho la gente que sufre, la
que no puede y no tiene las herramientas para decirlo; otro tema recurrente en
mis textos son las personas que no pueden salir o no pueden vencer a sus
padres, me asusta mucho la gente dominante.
En mis escritos hago collages por dos
razones: Una porque me fue muy mal tratando de copiar la vida, terminé siendo
como plagiaria; otra para disfrazar cuando me inquietaba la conducta de alguna
de mis amistades: si era hombre lo hacía mujer, si vivía en el norte lo mandaba
al sur y así comencé a usar metáforas para que no se identificaran las personas
en las que me basaba.
En El
vago espinazo de la noche, llevando cine de mí papá a un pueblo de Veracruz
me quedé en un orfanatorio donde había un muchacho muy grande que le decían “Bobo”.
Uno de los internos me dijo que se había ido perdiendo mentalmente durante los
años, no llegó mal, se fue perdiendo. Esa mañana acababa de leer una noticia en
el periódico de unos niños en Inglaterra que habían hecho un pacto suicida, a
eso le sumé que en ese momento estaba buscando a Dios. En aquel entonces
acababa de leer a Aldous Huxley (Las
puertas de la percepción) y quería comer peyote y anda en esa búsqueda; uní
esas tres cosas y así surgió el texto: Narro un suicidio colectivo en un
internado, los otros se mueren en el viaje de mezcalina, éter y mezclas que
hacen, “Bobo” es el único que sobrevive.
Por el momento estoy trabajando en dos
libros, Los almuercitos del “Indio”
Fernández que son recetas de lo que se comía y se come en esta casa. Mi
papá antes hablaba y decía ‘vamos a tener un almuercito, háblenle al “pichón” y
díganle que si me puede matar dos borregos porque vamos a ser como 300
personas’, esos eran “sus almuercitos”.
El otro es un diccionario de cocina, porque
luego te encuentras con una palabra medio rara pero resulta que es salsa de
tomate, sólo que está escrita en purépecha o en tarasco, es la misma salsa que
se hace en Yucatán, cambia el nombre solamente y uno piensa que hay una gran
variedad, pero sólo es el idioma.
También estoy rehaciendo la biografía de mi
papá, cuando la escribí todavía estaba vivo, entonces la realicé de puntitas y con
mucho temor, pero le gustó. Recuerdo que cuando la leyó llamó al mozo y le dijo:
‘¿Quién iba a pensar que estaba creando un testigo viviente?’. Voy a seguir la
misma línea, mostrar la parte más humana, sensible y tierna que nadie conoce de
mi padre: Sus miedos, sus repudios, demonios, soledades y la lucha terrible en
la época en la que no le daban trabajo. En el libro yo no opino sobre él,
repito todo lo que decía de sí mismo y cómo quería verse, por eso el libro se
llama Vida y mito.
Hay una película que escribí para Irene
Papas, la voy a convertir en novela con unas libertades sensacionales, nada más
que se me metió otra novela donde saqué tantas cosas que está ilegible, es
demasiado, por eso ahora la voy a pelar como pollo que va para caldo, para mí
es un tesoro porque me reveló muchas emociones que desconocía.
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