miércoles, 10 de julio de 2013

Catoptrofobia

Nunca me he caracterizado por la magnificencia de mis letras, ni mucho menos por la fluidez de mis palabras. Pero creo necesario recurrir al arte que mis padres no me heredaron para que mi discurso no sea tomado como simple delirio, como yerma narrativa o como una insolencia mental. Mi historia, más que todas las historias del mundo, es real.

Mi vida nunca ha girado alrededor de mucha gente. Prefiero la soledad de mis ideas y libros, a la áspera compañía de aquellos personajes que se hacen llamar a sí mismos familia. Bajo esta premisa recorro las viejas bibliotecas en busca de algo que mengüe mis días de inmisericorde soledad.

Aquella tarde volví a casa con un par de reliquias que, por diversas circunstancias, no me había sido posible adquirir con anterioridad: “El crepúsculo de los ídolos”, de Friedrich Nietzsche, y “La filosofía del tocador”, del Marqués de Sade. Ambos, empastados con cuero, vomitaban (ya sea en alemán o en francés, respectivamente) verdades que el mundo se ha atrevido a llamar herejías. Acerque mi lánguida faz y pude respirar el suave aroma a vejez y a insurrección de aquellos libros que, ante la vista de cualquier coleccionista de buen renombre, me atrevería a decir que fueron una ganga.

Fuera de mi casa, el viento arrancaba con furia las hojas del sauce vecino, cuya sombra enflaquecía con la caída del sol. En la alfombra de la sala, la sombra enrojecida que se proyectaba a través de la ventana hacia lucir al torturado árbol como la zarza ardiente que se le mostro a Moisés en tiempos bíblicos. Irónicamente, iluminaba al mismo tiempo al carcomido libro del Marqués que estaba en la pequeña mesa de centro, y lo mostraba como una imagen símil de aquella zarza divina. Esbocé una risa burlona y me dije: -Moisés tuvo su Dios, yo tengo el mío-. Tome el texto, mi empolvado diccionario de francés y me postre en el sofá.

Con religiosidad fingida abrí el libro: “A los libertinos de cualquier edad y sexo, y de todas las aficiones, a ustedes dedico esta obra”; así reza la dedicatoria. Cada palabra y oración generaban un estupor dentro de mí. El mismo estupor que se produce cuando alguien pone fin a un paradigma largamente razonado, pero nunca resuelto.

Arrebatado por las líneas de mi nueva biblia, ignoraba a la noche que hace largo rato había apagado el sauce de la sala. Fue hasta la pagina treinta que mi cansada vista me reclamó la luminosidad que requiere para tan bello acto. Así que me levante y me dirigí al sótano por el candelabro. Atravesé el umbral de la sala y a tientas crucé el largo pasillo (que conecta a mi cuarto con la cocina y el sótano), basándome en la fría superficie del espejo que adornaba el solitario corredor, y cuyo lado está libre de obstáculo alguno. Ya librado el laberinto ciego, me hundí en las escaleras. Forzando a la memoria y a mi agilidad, di con mi objetivo. Saqué unos fósforos del bolsillo de mi saco, encendí las velas y emprendí el viaje de vuelta a mi altar profano.

Queda claro que hasta este punto de mi relato no se ha hablado de otra cosa más que de circunstancias superfluas. Pero siempre he tenido la fiel convicción de que una historia sin contexto pierde totalmente el significado primero y esencial. Y de antemano les he dicho que el arte narrativo es algo que de ninguna manera pretendo alcanzar. Este escrito es, más que una historia, un exorcismo personal y mental. Nietzsche dijo alguna vez: “La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”. A mi parecer, a estas alturas ya no espero nada ni a nadie. Ni al Dios en quien nunca creí, ni a su antítesis que ronda hoy más que nunca nuestros pasos. Clarificadas las dudas, permítanme pues, terminar mi relato.

Las sombras garabateadas por las velas, danzaban amorfas por la pared y la escalera. Eran figuras grotescas que se escurrían por cada rincón del sótano con forme escalaba cada peldaño a mi regreso. Llegué al último escalón y mire al frente: En inmenso abismo se había convertido el angosto pasillo. Las paredes perdieron su estructura y las llamas que portaba en la mano hacían de aquella negrura un torbellino de claroscuros. Intenté ignorar el sentimiento primero que arañó mi espalda. Hace tanto que no sentía un miedo así. Nunca antes, en todas mis noches de lecturas sacrílegas, la obscuridad me pareció tan sombría.

Con la firme certeza de la nula existencia de una fuerza divina, y con esto una negación automática de su contraparte, di el primer paso. El piso de madera crujía como si llevara el peso de diez hombres a cuestas. Con forme avanzaba, las sombras se volvían más largas y atemorizantes. Me sentía como Alicia cayendo por el agujero del conejo.

De repente, un extraño cansancio llenó mi ser e impidió que continuara. Me percate de que estaba próximo a mí el gran espejo traído por mi abuelo de España. Con marco de oro y figuras góticas, fue confinado por treinta años al solitario sótano junto a otras baratijas familiares. Ahí se mantuvo cubierto por gruesas telas y una leyenda en hebreo que decía: “Los espejos son hielo que no se derrite: los que se derriten son los que se admiran en ellos”. Pero cuando llegué a aquella casona todo cambió: El cuadro de mi abuela fue reemplazado por este gigante de cristal con aire medieval.

Su marco a la luz de las velas era exquisito. El candelabro le daba un fulgor místico y resaltaban las viñetas pintadas en los extremos del cristal que apenas tocaban el recuadro. Aproximé mi dedo índice, y al tocar su superficie sentí algo raro: Su duro vidrio se palpaba suave, como si se tratara de una cubierta de piel con pequeñas grietas. Me acerqué un poco más para despejar mi perplejidad: Fue el segundo indicio. El destello de mis ojos, avivado por el fuego y reflejado en el cristal, me hiso retroceder. Era como si hubiera en ellos más vida que la que nunca tendré. De pie, frente al espejo, lo miraba petrificado, como buscando una respuesta inteligible a tan espantosa escena.

-¿Él me mira o yo lo miro?-, pensé. -¿Es acaso ese otro yo mismo? No lo parece. Mis entrañas palpitan de pavor; él, sin embargo, se muestra altivo y confiado, sus comisuras dejan ver una apenas perceptible sonrisa burlona.

El viento que seguía golpeando inmisericorde al viejo sauce vecino le arranco una rama que se estrelló en mi ventana. Una tormenta de papeles, hojas e incertidumbre golpeó la casa entera. Las llamas que guiaban mi vista se extinguieron súbitamente, pero no así se apagaron los chispeantes ojos que todavía seguían observándome. Bajé la vista (acto meramente guiado por la fuerza de la costumbre) para buscar los fósforos de mi saco. Los saqué y con desesperación intenté encender las velas. Lo logré. Miré al frente y el gran espejo estaba vacío. Un suave aliento me acarició el hombro. Sin voltear, de reojo, vi a aquel, al otro, de pié a mi lado. Me miró con sus chispeantes ojos, puso su mano en mi hombro y apagó la vela.

jueves, 23 de mayo de 2013

Cómo quitarse el bloqueo de escritor o cómo un ejercicio no salió tan mal

Ejercitarse por sí mismo es un acto de mera repetición "sin sentido", no hay otro fin que el de repetir sin cesar una acción hasta que de una manera inconsciente, sin pensar dos veces en qué se quiere hacer.

Al escribir pasa algo más o menos parecido. Alguna vez leí un texto sobre el bloqueo del escritor. En un texto relativamente corto y ameno, el creador del texto nos decía en tono un poco irónico: ¿Alguna vez se ha despertado sin poder hablar? ¿Sin tener nada qué decir? Seguramente no, todos las acciones verbales, y de la lengua, las desarrollas de manera inconsciente desde pequeños, una vez que iniciamos a hablar no dejamos de hacerlo, a menos que alguna causa física y/o psicológica ajena a nosotros nos la impida.

Por eso es que uno simplemente no puede dejar de hablar, es un acto que nace con nosotros, somos animales sociales, con la necesidad de y comunicarnos.

El autor del texto hizo una pequeña analogía con el bloqueo del escrito: uno simplemente no puede dejar de escribir si tiene esa constancia o esmero por escribir, así, sin más.

Para ello existen infinidad de ejercicios para soltar las letras del dicho creador de imnóticos textos. Una de ellas, creo que la más sencilla, es simplemente cronometrarnos (si es que se puede permitir describirnos de esta forma). Simplemente se inicia el cronómetro y demos plana libertad a nuestra mente, los dedos e ideas. Se pueden tomar cinco minutos, por ejemplo, para sacar todo lo que de manera inconsciente vive en nuestra subconsciente. Este texto, por ejemplo, nace a partir de dicho calentamiento literario.

El truco, si es que puedo llamarlo así, es comenzar a escribir a contratiempo o con un cierto límite. Una vez iniciado el cronometraje, uno no debe detenerse para nada, sólo se debe escribir hasta que el tiempo termine o nos alcance, cual quiera que sea el caso.

Algo que debe tomarse en cuenta es que no debemos detenernos a reparar el texto ni una vez, se debe escribir sin fijarnos en los errores de ortografía o repetir una idea, la finalidad es sacar absolutamente todo lo que nos muestra la mente embobada en las letras, las teclas, la tinta o el papel, cualquiera que sea tu caso.

Al final puede que no termines con un texto como éste, pero sin lugar a dudas te mostrará un poco de lo que vive en tu mente sin que te hayas dado cuneta.

Para terminar, como haré a continuación, puedes repasar las líneas, quizá pulir un poco y publicarlo, o quizá no, todo depende de tu caso.